Por: Carlos Quintero
I don’t make political art, I make art politically.
Thomas
Hirschhorn.[1]
Adriana Varejao (Río de Janeiro,
1964) es una de las artistas brasileras más importantes de los últimos años.
Esto lo evidencia tanto su participación en eventos artísticos de primer orden
como las bienales de Sao Paulo, Sydney y Praga o su participación en
exposiciones colectivas e individuales en todo el mundo, como también la
fortuna crítica que evidencia las cualidades de sus trabajos. De su importante
y trascendental trabajo quiero detenerme en una de sus instalaciones que lleva
como título Estudio sobre Tiradentes,
presentada en la 24 Bienal de Sao Paulo, basada en el cuadro Tiradentes descuartizado (1893) de Pedro
Amërico. La instalación de Varejao me permitirá plantear una serie de
circunstancias tanto artísticas como políticas en las interacciones que entre
los dos campos se dieron y se dan en el contexto de América latina en los
últimos años.
DESCRIPCION.
La instalación se encontraba
dispuesta en el nivel de las representaciones nacionales (otras obras de la
artista, en ese caso pinturas, se encontraban en la sección de artistas
brasileros). El cuarto construido para albergar la instalación poseía dos
accesos. La parte exterior del mismo estaba pintado de blanco. Al penetrar en
el espacio, el espectador se encontraba con una serie de pinturas de pequeño
formato que representaban fragmentaria y reflexivamente al cuadro de Américo.
Y ¿LA HISTORIA SE REPITE?
La imagen del Tiradentes como
precursor de la independencia en Brasil al final del siglo XVIII, es similar a
la de otros personajes en América latina, en la misma época. Sería el caso de
José Antonio Galán en Colombia o de Túpac Amaru en Perú, para citar dos
ejemplos que vienen rápidamente a mi mente. Al igual que el Tiradentes estos
personajes fueron precursores de la independencia en sus respectivos países y
también terminaron descuartizados. También han sido objeto de múltiples
representaciones en las artes, desde los cuadros históricos del siglo XIX (por
lo general retratos) hasta en obras de artistas del siglo XX, como la obra El grito de Galán (1981) de Alejandro
Obregón. Se puede afirmar que estos personajes y sus representaciones se
convierten en símbolos e íconos de la lucha política (y en muchos casos armada[2])
de los menos favorecidos.
La imagen del descuartizado no sólo
hace referencia al personaje histórico sino que cobra vigencia cada día en la
realidad de varios países latinoamericanos. Lamentablemente, la violencia en
Colombia está marcada por las múltiples y diferentes mutilaciones y
fragmentaciones del cuerpo que llevan nombres como el corte de franela o el
corte de corbata. En México se está volviendo “costumbre” la decapitación como
signo o marca de la violencia de un sector hacia sus contrarios. Incluso me
atrevería a decir que las desapariciones son últimos estadios de la
fragmentación. Desaparecer implicaría fragmentar el cuerpo (¿el cadáver como
ruina de lo humano?) de la memoria individual y colectiva.
CRUCES Y
ENTRECRUCES.
Establecido el valor simbólico e
iconológico del personaje (Tiradentes, Tupác Amaru o Galán) quiero referirme a
los posibles planteamientos y cambios de significantes y significaciones que
implicaría la instalación de Adriana Varejao.
En primer lugar me voy a referir al
uso de la pintura de caballete como soporte de su trabajo. Hay dos elementos
que me llaman poderosamente la atención. El primero es el uso del medio en sus
formalizaciones más tradicionales (la representación mimética y el óleo sobre
lienzo). El segundo es el carácter de reflejo que le proporciona a las
imágenes, convirtiendo cada cuadro en un “espejo” de la acción (pintura-espejo).
El uso tradicional de la pintura
hace explícita la cita al cuadro de Pedro Amërico (exhibido en el núcleo
histórico de la misma Bienal, un piso más arriba). En ese sentido, Varejao
juega con la imagen y con la memoria colectiva. Una memoria que es a la vez
local y global. Local porque remite a la historia del Brasil. Global porque se
refiere a un hecho común a muchas comunidades y porque utiliza recursos
técnicos y artísticos (la representación mimética, la técnica “oficial” y más
aceptada del arte) como elemento de representación. Es así como la obra es
eficaz, permitiendo el acercamiento del público, desde lo que llamaría Bourdieu
la apreciación inocente (aquella carente de elaborados conocimientos
artísticos)[3]. La instalación se establece
como una “trampa” para las diferentes sensibilidades (desde la simple percepción
fáctica hasta la apreciación mediada por los códigos culturales de la pintura
occidental), lo que se convertirá en un elemento necesario para su efectividad
artística, social y política.
Las pinturas de la instalación de Adriana
Varejao se ubican en el espacio como reflejos. Por sus formas (rectangulares y
ovaladas), por su ubicación (esquinas, pisos y las diferentes alturas en las
paredes) y por el la manera es que están pintadas (incluso aparecen pintados
reflejos simulados de las otras pinturas), se asemejan a los espejos que se
utilizan para vigilancia. Sin embargo, ellas no reflejan nada. Al centro del
cuarto no parece ocurrir ninguna acción, menos aún la que parecen reflejar las
pinturas-espejo. Pero si ocurre. Los espectadores, uno a uno, máximo tres
porque el espacio no permite más, pasan, miran, observan, comentan. Y es así
como la obra toma su mayor fuerza. Porque el reflejo simulado nos convierte a
cada uno en espectador y actor; nos convierte en el Tiradentes descuartizado. De
esta manera lo reflexivo visual nos lleva a lo reflexivo conceptual y ético. Nos
convertimos en héroes sacrificados de la lucha política o nos cuestiona sobre
nuestra posición y acción política.
Pero los reflejos simulados de las
pinturas-espejo nos llevan a otros campos de reflexión. Como anotaba
anteriormente, al centro de la instalación no está lo reflejado. No sólo no
está el cuerpo del Tiradentes, tampoco está el cadalso. El cadalso como
instrumento de la tortura, la represión y la muerte utilizado por el estado.
Pero este cadalso, presente en la pintura de Amërico, desaparece por completo,
incluso en las pinturas-espejo. Esta ausencia se puede volver significativa
sobre todo si pensamos que la instalación de Varejao nos puede remitir a la
idea del panóptico, que implicaría la visión total de un espacio, por lo
general cerrado, y con fuertes connotaciones hacia los sistemas de vigilancia y
control. Este es el cadalso. Pero, ¿quién vigila a quién? El sistema de
vigilancia se devela. El que mira es el mismo que vigila. Se mira a si mismo a
través del otro. El otro, el Tiradentes, el cuerpo desmembrado es el mismo
observador. La reflexión se completa. Somos a la vez víctimas y cómplices,
actores y espectadores, activos y pasivos. Si activos, porque la obra cobra
vigencia a partir del acto aparentemente pasivo de contemplar.
Y son todas estas posibles
interacciones lo que me invitan a proponer esta pieza de Adriana Varejao como
un hito en la relación arte y política, no sólo para Brasil y América latina.
En primer lugar, porque recoge en su aparente simplicidad elementos del pasado
y las referencias contextuales, como sería la estructura y fenómeno de la
pintura de caballete en sus valores más tradicionales, generando una comentario
crítico sobre el mismo, al plantear las pinturas-espejo como reflejos de un
hecho que no existe más que en la memoria colectiva o en los relatos históricos
(parte y fundamento de esta memoria). Al ser la pintura misma reflejo de lo que
ya pasó, pierde el pretendido estatuto de realidad, del cual gozaba (y aún en
muchas mentes goza). Las pinturas-espejo, dispuestas en el espacio de la
instalación generan un doble movimiento en su apreciación. Por un lado está la
contemplación del objeto pictórico y por el otro el recorrido de la
ambientación. Sin embargo uno no invalida al otro. Al contrario, los dos se
complementan y se retroalimentan. El encuentro con lo óptico (la contemplación
pictórica) se complementa con la percepción de lo háptico en el momento en que
se pone en evidencia el desplazamiento simbólico del cuerpo reflejado hacia el
cuerpo de quién mira (el juego ambiguo entre yo soy Tiradentes y Tiradentes soy
yo). Es mi cuerpo el que se descuartiza al momento de mirar, ya no cada una de
las pinturas-espejo, sino todas en su conjunto y en su relación con el espacio.
Este juego se complementa a partir del posible devenir de las imágenes. La
pintura de Pedro Amërico, desde la tradición de la pintura historicista
decimonónica, funcionaría como crónica del hecho (casi un siglo después de los
acontecimientos) y permitiría establecer el simbolismo y la iconografía, que
establecerán la imagen en la memoria colectiva. La instalación de Adriana Varejao
implicaría una reflexión ética, que iría más allá de la idea del “compromiso
político” y del activismo, pensados como un comportamiento de grupo o de secta
a través de posiciones cercanas a lo dogmático, al confrontarnos como
individuos, al posicionarnos en el doble juego del torturado y el torturador.
[1] Art now. Singapur; Colonia: Taschen, 2005,
p. 130.
[2] Tupác Amaru da nombre a una de las importantes
guerrillas de Perú y José Antonio Galán lleva por nombre uno de los
contingentes de las FARC en Colombia.
[3] Pierre Bourdieu. Disposition esthétique et compétence artistique. Les Temps modernes, febrero 1971,
número 295, p. 1352.
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