Por: Carlos Fernando Quintero Valencia
El crítico de arte francés, Guillaume
Désanges, en su corto taller en Cali afirmó que no hay obras de arte malas sino
mal vistas. Me acordó de una afirmación similar de Marcel Duchamp en su famosa
conferencia The creative act (El acto
creativo) cuando planteaba que había arte “bueno, malo e indiferente” pero a
pesar de todo, sigue siendo “arte”. Y puede pasar y ha pasado. Es posible que
uno, como simple espectador, no alcance a apreciar la dimensión de las obras y
los esfuerzos de los artistas. También, que estas dimensiones o esfuerzos se
nos escapen por aquello de lo sutil, de lo delicado, de lo imperceptible.
Una situación similar me pasó en carne propia
hace ya muchos años, cuando alguna personalidad de nuestro arte comparó mi
trabajo de artista con uno de los “monstruos” globales y lo descartó por una “aparente
similitud”. Yo sigo considerando que mi trabajo era bastante diferente al
referido por aquel personaje. Por lo menos, surgió de inquietudes y desarrollos
completamente diferentes a los planteamientos del “gran artista” (y realmente
es un gran artista).
Por otro lado, siempre me ha llamado la atención
la idea del “encogimiento cultural” que planteó ya hace unas décadas Robert
Hughes en la introducción de A toda
crítica. En palabras de Hughes,
…el
encogimiento cultural consiste en asumir que cualquier cosa que se haga en el
campo de la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el cine, la danza o
el teatro carece de un valor conocido en tanto no sea
juzgada por personas ajenas a la propia sociedad. La esencia del colonialismo cultural es exigirse
a uno mismo un trabajo a la altura de unos valores, que no es
posible compartir o debatir donde se vive. a través de la manipulación de
dichos valores casi todo puede
aparecer como un fracaso, no importa la sensación de delicadeza, conocimiento y
deleite que se pueda provocar en el propio entorno.[1]
Todo esto porque lejos de mí ser injusto e
irrespetuoso con los artistas, sobre todo con los nacionales. Desde hace mucho
tiempo he pensado que hacer en Colombia es, por un lado, un privilegio, porque
implica una ocupación del tiempo en algo “improductivo” (al menos así lo hacen
saber amigos, familiares y la sociedad en general) y por otro, un compromiso
con la vida, con altos contenidos éticos, sociales (de esos de lo sociológico),
culturales y políticos. Porque hacer arte en este país, es hacer algo “improductivo”
en medio de la guerra, o sea de la muerte. Por lo tanto, pintar así sea un bodegón,
hacer una flor, fotografiar un atardecer, registrar en video el vuelo de un
pájaro o repetir indefinidamente una acción anodina y superflua, puede ser
visto, todo esto, como un acto de vida y de resistencia frente a la muerte. Por
todo esto me preocupa caer en juicios injustos, en valoraciones rápidas, en
comparaciones odiosas, en el “encogimiento cultural”.
Sin embargo, y a pesar de las prevenciones,
de la revisión de la propia posición, hay cosas que son inevitables de ser mal
valoradas, no porque se valoren mal (puede suceder) si no porque no pasan los
mínimos de lo pretendido o exigido. Claro, debo advertir que fui formado dentro
de un modelo en donde se valoraba aún el rigor académico y la exigencia técnica
en el trabajo, lo cual parece no importar mucho hoy. Hoy como que todo es más
laxo, más arbitrario, más superfluo. No sé qué tan bueno sea esto, y creo que
no lo es. Me resisto a pensar que lo banal, lo chévere, lo wow (o guau) sean criterios
o argumentos que soporten lo artístico y estético.
Por eso, enfrentado a la mayoría de obras de
la Feria de Espacio Odeón, no puedo más que expresar mi desencanto, mi disgusto,
mi aburrición. Todo parece funcionar como un disfraz de lo mediocre, de
propuestas de un rasero muy bajo, muchas de ellas ramplonas, facilistas en
cuanto que no proponen ni siquiera una sonrisa, menos una reflexión. Salvaría
dos o tres, quizás cuatro o cinco, nombres y propuestas, de las más de cien que
estuvieron en este espacio.
Algo similar sucede en ArtBo. Especialmente Artecámara, la sección de los jóvenes
artistas está plagada de propuesta que parecen ejercicios de clase de academia
o de obras derivativas, que rayan en el plagio. El espacio de Proyectos parece
más el muestrario de un almacén de muebles. De las galerías, la cuota
colombiana, en especial El Museo, Alonso Garcés y León Tovar, así como una de
las españolas, salvan el costo de la boleta y las horas interminables de
caminada. Rescato el proyecto Vu y Tiravanija, por sencillo y sentido. Y el Espacio Referente, donde las galerías
colocaron sus mejores obras.
Pero más allá de cuestionar a los artistas y
hacer los listados respectivos de los “buenos, malos e indiferentes”, y de
continuar la diatriba en contra de las otras “ferias” donde también llovió y no
escampó (literalmente hablando, hasta el punto que la Sincronía se inundó) lo que valdría la pena pensar es si este maremágnum
de arte tiene sentido, vale la pena y puede sostenerse por mucho tiempo. ¿Será
que hay la suficiente cantidad de artistas para tener una oferta atractiva y de
calidad? O, como aparentemente sucede con la finca raíz ¿será ésta una “burbuja”
artística? ¿Se estará sobrevalorando y sobreestimando el valor y/o los valores
del arte colombiano? ¿Los del arte global, presentes en estas ferias?
Los primeros balances de los eventos, en
términos económicos, parecen muy alentadores. Se ha vendido mucho, y eso es lo
que busca una feria. Es algo importante y muy bueno. Se está alcanzando un
reconocimiento de la labor de los artistas y eso está muy bien. Lo que preocupa
es que sea sólo un proceso pasajero, como sucedió hace unas décadas. De
aquello, de esa oscura historia que todos más o menos conocemos y de la que muy
poco se habla, no es que haya quedado mucho, mejor dicho, nada bueno.
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