Por: Carlos Fernando Quintero Valencia
(También del baúl de los textos de otras épocas, este que saldrá en 3 partes).
Cada
momento o época nos ofrece diversas posibilidades para generar lecturas sobre
nuestro entorno, sobre nuestro pasado y nuestro presente. Es por esto que se hace
necesario generar nuevas lecturas sobre fenómenos, que si bien pueden estar
distantes en años o kilómetros, estos hacen parte de los elementos
fundamentales de nuestra cultura y determinan de diferentes maneras lo que hoy
vivimos. No solamente, y para el caso de la historia del arte, los artistas,
sus obras, sus contextos y su tiempo, sino además los diferentes relatos o
textos hacen parte del constante devenir de una sociedad. Es así como al
abordar las obras de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (Santafé de Bogotá, 1638–1711) y Joaquín Gutiérrez, vamos a hablar de sus vidas y del momento y el
lugar donde vivieron y trabajaron, de los objetos (obras) que produjeron, sino
que, además, abordaremos a dos autores que los comentaron en la segunda mitad
del siglo XX. El primero es el maestro Luis Alberto Acuña, artista y escritor
colombiano con su libro Siete ensayos
sobre el arte colonial en la Nueva Granada. La segunda es Marta Traba,
crítica e historiadora del arte colombo argentina, quien publicó en los años 70
su Historia abierta del arte colombiano.
Dos autores contemporáneos, de posiciones disímiles y que representan, por el
lado de Acuña los valores de la tradición y, en el caso de Marta Traba, los
valores del modernismo del siglo pasado. Hoy, frente a una situación artística
e intelectual diferente, caracterizada por la globalización económica y cultural,
donde se comienza plantear el problema de la diferencia cultural antes que la
subordinación, ante el derrumbamiento de los valores fundamentales de occidente
y la valoración de tradiciones y prácticas culturales no occidentales, ante el
replanteamiento constante e infinito de los límites y funciones de las artes en
nuestra sociedad, estamos obligados a proponer una mirada acorde con este
tiempo.
Como
lo propone Arthur C. Danto en su libro El
arte después del fin del arte, podemos dividir la historia artística en 4
fases: La primera sería el arte antes del arte, es decir, antes del siglo XVI y
de la definición de arte y artista que predominó hasta el siglo XIX. La segunda
etapa sería, precisamente, la que comprende desde el alto Renacimiento del
siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XIX, la cual implica un arte basado
en la representación mimética naturalista. Los cien años siguientes, entre 1860
y 1960 aproximadamente, comprenderían al Modernismo y sus Vanguardias, etapa en
la cual las artes indagan por su esencia, su sustancia, su fenómeno y su
estructura, en relación con el individuo artista (el que expresa) y su contexto
social. Está determinada este momento por la figura del artista antihéroe
romántico (generalmente con vidas difíciles a nivel psicológico, económico,
político y artístico), por una mezcla extraña de nihilismo y escepticismo que
se relaciona con la ideología y se contrapone, sobre todo, a la utopía (el
reconocimiento del malestar general de la cultura occidental y la esperanza de
un futuro mejor) y, en el campo de las artes, por un afán de una definición
filosófica del campo específico de las artes, que pronto se rompe. Finalmente,
de los años de 1960 en adelante, una etapa post-artística y/o postmoderna, en
la cual se rompe con las definiciones y los esquemas preconcebidos.
Abordar
un breve estudio sobre estos dos pintores colombianos implica discurrir por
cada una de estas épocas. Antes del arte no solo es el sistema de producción de
la obra (incluso el hecho de considerar o no obra de arte estos productos
culturales sería tema de discusión) si se plantea que el obrador o taller de artista
con su división de funciones (aprendiz, oficial y maestro) hace parte de la
tradición medieval, sino por la misma relación del pintor con su contexto,
donde se le consideraba a veces como artesano y otras como profesional de las
artes. Esto se puede inferir de algunos documentos de y a propósito de la
época. Por ejemplo, en las Constituciones
Sinodales de 1557, redactadas por el Arzobispo Fray Juan de los Barrios
(citada por Luis Alberto Acuña) se dice:
Deseando apartar de la iglesia de Dios todas las cosas que
causan indevoción… como son abusiones y pinturas indecentes de imágenes,
estatuismos (…) mandamos que ninguna iglesia de nuestro obispado se pinten
historias de Santos en retablo ni otro lugar pío sin que se nos de noticia, o a
nuestro visitador general para que se vea y examine si conviene o no; y el que
lo contrario hiciere incurra en pena de diez pesos de buen oro….[1]
A
este respecto siguieron durante el siglo XVII y XVIII otras disposiciones
similares, lo que determinaba la libertad creativa y expresiva de los artistas
coloniales en general, teniendo en cuenta además que la iglesia no sólo era un
aparato religioso sino también político y judicial (La Inquisición), en función
de la regulación moral y estética (el gusto).
Igual
sucedía con el reconocimiento económico a los pintores. A este respecto Acuña
anota:
Ocasiones hubo en que no se recurrió al pago en dinero sino
al trueque y este harto exiguo como en los casos del pintor Cavanillo de la
Parra, uno de los varios discípulos de Baltasar de Figueroa, que como
retribución de la pintura de un frontal aceptó una modesta sobrecama; y más
adelante convino (…) con fulano Martin, barbero, con que le avía de hazer un
cuadro de una imagen de su devoción y la hechura la havía de pagar en hazerme
la barba, por cuya cuenta me ha hecho algunas.[2]
Este
y otros relatos similares, nos dan indicios de las condiciones precarias de los
artistas y del poco reconocimiento, no solo económico, sino también social que
tenían los pintores coloniales en la Nueva Granada.
Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. El pintor Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos entre dos obras a los padres Agustinos. ca. 1698.
Además,
muchas de las obras, por la calidad de los encargos, estaban sujetas a los
requerimientos y las intervenciones de otros artistas, bien sea en el obrador o
en los lugares en que fueron instaladas, como es el caso de los retablos y las
decoraciones de las iglesias y conventos, lo que implica más la creación colectiva
que individual, fenómeno que se distancia de la condición de artista reconocida
desde el Renacimiento.
De
la época del arte podemos considerar el sistema de representación, basado
fundamentalmente en la mimesis naturalista. Es así como los pintores coloniales
como Vásquez y Ceballos son valorados por su proximidad a un sistema
representativo que “copia el natural”, dentro del canon que tiene una directa
vinculación con la tradición grecolatina, el arte renacentista y el barroco,
que en su caso está mediado por la dificultad de acceder a las fuentes, el no
disponer de los materiales adecuados (sobre todo en cuanto a pigmentos y otros
materiales propios del oficio) y el estar supeditado a un entorno de colonia
con anhelos de centro, lo que implicó su abandono total del entorno próximo al
copiar los modelos europeos.
Al
ser considerados como “genios” y al hablar de “expresión”, “calidades
pictóricas”, más allá del oficio y “conceptos” (así sea de manera tácita), las
valoraciones que hacen Acuña y Traba (solo los cito a ellos como ejemplos, pero
esta circunstancia se da en otros autores de manera similar) están enmarcadas
en las corrientes ideológicas de nuestra tercera etapa, el modernismo.
Igualmente, el concepto de obra de arte, de estética, de belleza, solo puede
ser entendido desde los aportes de la filosofía desde Kant en adelante, muy
distantes en tiempo y espacio de las realidades e inquietudes de nuestros
artistas en cuestión, pero que de muchas maneras afectan nuestra percepción crítica
de sus obras, hoy.
La
cuarta y última etapa, la posmodernidad o el arte después del arte, atraviesa todo
este texto y estas reflexiones. Es el ver hoy a estos dos artistas en su
contexto, con su obra, con su sistema de producción y con los diferentes textos
que se han escrito sobre Gregorio Vásquez y Joaquín Gutiérrez. Implica generar o
tener en cuenta ese hipertexto o metarrelato que llamamos genéricamente “arte”,
que nos permite establecer relaciones de diferente orden entre los elementos
antes propuestos, algo que ya hemos planteado, por lo menos de manera parcial.
Joaquín Gutiérrez. El virrey Solis. Final del siglo XVIII.
Más
allá de lo biográfico, de los intentos de descifrar las obras producidas por
estos pintores, de analizar el contexto y el tiempo en que trabajaron o de
elucubrar sobre las condiciones anímicas y mentales de los mismos, es
importante tomar una posición crítica sobre las dificultades y los prejuicios
que pueden intervenir en la lectura y revisión de todo lo anterior. A ciencia
cierta, podemos decir que Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos y Joaquín
Gutiérrez son dos pintores coloniales que trabajaron en la Nueva Granada, el
primero durante el siglo XVII y el segundo en la segunda mitad del siglo XVIII
y las primeras décadas del XIX. Que provienen profesionalmente (aunque en
Gutiérrez no está documentado) de un taller y fueron formados dentro de la
tradición, mediada por las condiciones de la colonia. Que cada uno de ellos
llegó a dirigir su propio taller, por lo cual tuvieron la categoría de “maestros”,
pudiendo hacer contratos tanto con las comunidades religiosas como con la
aristocracia neogranadina. Que tuvieron diferentes valoraciones y
reconocimientos en su época y ascendiendo y cayendo en su reconocimiento social
y simbólico, por causas diversas: Gregorio Vásquez fue el pintor más admirado
de su momento, hasta el impasse en el
Convento de Santa Clara, donde participó en el rapto de una novicia, razón por
la cual fue encarcelado durante cuatro años, lo que lo llevó los últimos años a
vivir en la miseria; Joaquín Gutiérrez fue un pintor destacado siendo el
“pintor de los virreyes”, o sea el pintor oficial del virreinato, hasta la
llegada del Arzobispo y Virrey Caballero y Góngora y, luego de José Celestino
Mutis, quienes lo apartaron de esta posición (Luego de la llegada de estos
personajes ilustres, Gutiérrez no aparece de manera significativa en la escena
artística local de Santafé de Bogotá. Parece ser que se desplaza a Popayán). Los
artistas dos responden de manera coherente a las condiciones de su medio y de
su momento: Vásquez y Ceballos vinculado y sujeto al sistema de representación
europeo, genera imitaciones que bien nos hablan de lo colonial, del ser periferia
y de la situación subsidiaria de un virreinato como el de la Nueva Granada;
Gutiérrez nos habla de poder inmutable y distante, de la exaltación ideal y
casi divina del gobernante. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos y Joaquín
Gutiérrez son dos artistas fundamentales del arte colombiano ya que marcan en
su vida, su trabajo, en su relación con el contexto valores que aún hoy
permanecen en el acontecer artístico, político y social de Colombia.
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