Por: Carlos Fernando Quintero Valencia
La idea de “encogimiento cultural”, planteada
por Robert Hughes en la introducción de A toda crítica me sedujo desde el
primer momento en que la leí. Incluso diría que todo el texto introductorio de
su libro de artículos me genera hoy particulares reflexiones sobre la situación
de las artes, en mi pequeña parroquia y en este pequeño globo. Hughes fue uno
de los más importantes e influyentes críticos del final de siglo pasado e
inicios de este, en Estados Unidos. Nacido en Australia, el autor no perdió de vista quién era, de dónde venía y para dónde
iba, al menos en el texto mencionado. A manera de síntesis, la idea de “encogimiento cultural” tiene que ver con esa
toma de posición ética y cosmogónica, creo que muy necesaria para cualquier
acto humano.
En palabras de Hughes "el
encogimiento cultural consiste en asumir que cualquier cosa que se haga en el
campo de la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el cine, la danza o
el teatro carece de un valor conocido en tanto no sea
juzgada por personas ajenas a la propia sociedad. La esencia del colonialismo cultural es exigirse
a uno mismo un trabajo a la altura de unos valores, que no es
posible compartir o debatir donde se vive. A través de la manipulación de
dichos valores casi todo puede
aparecer como un fracaso, no importa la sensación de delicadeza, conocimiento y
deleite que se pueda provocar en el propio entorno."[1]
¿Habrá más qué decir? Si, y
mucho. ¿No radicarán en este encogimiento las falencias y desfaces de nuestro
sistema de las artes? Pongo un ejemplo, espero que concreto y claro. Para los
salones regionales de 1997, las autoridades de las artes del Ministerio (a
veces pienso que podría decírsele Min histerio o mingisterio) de cultural se
les ocurrió incluir dentro de la convocatoria (que en ese momento todavía era
para artistas) la palabra “proyectos”. Pregunté en ese momento a la encargada
si, ella creía o sabía si en las regiones más apartadas del país, Putumayo,
Amazonas, Guainía, en fin, las que antes se llamaban Territorios Nacionales, los
artistas tenían la formación y la capacidad para trabajar por “proyectos”. De
manera descarada, y por qué no, ruin, dijo que si.
Carlos Granada. Angustia. Ca. 1970. Óleo sobre tela.
Colección Banco de la República, Bogotá.
Pregunta similar hice a los
encargados de Artes del ente gubernamental hacia el año 2006 o 2007. Mi
pregunta fue muy sencilla. ¿A quién se le ocurrió la idea de hacer un salón por
convocatoria de curadores en un país que no tiene un solo programa de formación
de los mismos? ¿Bajo qué parámetros se toman este tipo de decisiones? Como
estábamos en medio de una comida, los funcionarios de manera ágil y sagaz
pusieron grandes cantidades de comida en sus bocas y con signos guturales,
difíciles de describir con palabras, entre asintieron y refunfuñaron, cruzaron
miradas, sonrieron y dejaron así las preguntas. Valga señalar que aún hoy, casi
un lustro después del suceso y quince años después del “cambio” del salón
nacional, no hay en Colombia un solo programa de formación de curadores, al
menos registrado en el SNIES (Sistema Nacional de Información de Educación
Superior) del Ministerio de Educación.
De las dos situaciones
podría concluir dos cosas. La primera son los niveles de histrionismo y
desfachatez que tiene los funcionarios públicos encargados de las artes. La
verdad sorprende la capacidad y velocidad de improvisación y el dejo de
credibilidad o la fuerza interpretativa. Por lo tanto, no basta la razón, la
reflexión, la mirada crítica sobre la realidad nacional, en fin, lo que debería
importar. Entonces, ¿cómo se toman las decisiones?
Lo otro parece que tiene que
ver con la “imagen del país” hacia el exterior. En síntesis, lo que importa es
cómo nos ven desde fuera, que apariencia se debe dar y no realmente decidir sobre quiénes
somos (identidad)… mucho menos de dónde venimos (patrimonio) y para dónde vamos (proyección
como sociedad y cultura). No. Acá tenemos que ser “contemporáneos” a la fuerza,
a “pupitrazo” limpio, por decreto Min Gisterial o Min Histerial. Acá tenemos
que ser “curadores” porque eso está “in” en el mainstraem… qué cuentos de formar
a la gente, eso como para qué…
Aquí viene entonces nuestro
“encogimiento cultural”. No importa el arte que tenemos, los artistas que han
hecho una labor o un trabajo importante en estas tierras. Lo que importa es el “el
modelo” de arte que se quiere imponer desde la oficinas del gobierno central, a
espaldas de lo que pasa en el país. Así, recojamos, arrumacemos y quememos la
pintura, la escultura, el dibujo, la gráfica y todo aquello que fue considerado
arte y a todos los que se consideraron artistas, en el siglo anterior. El grave
problema, el problema fundamental es el nivel de exclusión y abandono a la que
se condenan, con las malas políticas gubernamentales, a los autores y a las
prácticas artísticas tradicionales. Lo curioso es que si se hiciera una
indagación, una observación, una encuesta o si se observa bien, las respuestas
del público en general, o sea millones y millones de personas potenciales que
pueden o quieren participar de los programas de arte y no solo los pocos
cientos o miles de personas que van a las exposiciones y eventos actuales, la
mayoría prefiere obras de arte “tradicional”, como pinturas, esculturas,
dibujos y gráficas. Claro, también falta formación de públicos, si queremos de verdad hablar
de arte “contemporáneo” en este país.
Tupy or not tupy: Is that the
question?
Considero que ya no es el
momento de caer en esa pugna dicotómica entre tradicionalistas e innovadores. Los
bandos parecen caer casi siempre en lo mismo: la exclusión o la anulación del
otro. No se trata de cerrar o blindar el “arte nacional” ante las influencias
extranjeras o abrir sin ninguna consideración ética ni histórica las puertas de
las artes a todo lo que suene a innovación y “progreso”. En los dos lados, casi
en el mismo porcentaje, hay cosas excelentes, muy buenas, buenas y no tan
buenas. Es difícil pensar hoy en un “arte nacional” pensado como un producto de
una “pureza” racial y cultural, al estilo de “arte colombiano” o “arte
latinoamericano”. También parece peligroso pensar en un “arte contemporáneo”
global, sin que se considere o se tenga la posición geográfica, ideológica,
cultural, racial, religiosa, sexual, de quién produce y de quién aprecia.
Lo otro, nuestra rutinaria
salida fácil, independientemente de la ideología o de la facción que
conformemos, siempre le echamos la culpa a “la cosa” en cuestión (la obra de
arte), bien sea por “tradicional” (los innovadores) o por “innovadora” (los
tradicionalistas). Por lo general, la discusión, si es que la hay, se resuelve
en que “la cosa” no responde al “modelo de arte” del que emite el juicio. O
sea, sin observar críticamente las obras, se las descarta o se las asume como master piece por ser “arte tradicional”
o “arte innovador” (“contemporáneo” es el calificativo tradicional).
Finalmente, sería importante revisar el Manifiesto Antropófago[2]
del modernismo brasilero, que poco más o menos (de pronto más menos que más) se
enfrentaba a una situación similar (han pasado casi cien años y aún no
superamos esta prueba, este nivel). La antropofagia, a manera de metáfora vital
y no de práctica alimenticia, como estrategia de relación con el otro local y global, implica asumir al otro comiéndoselo, es decir, incorporándolo a nuestro propio devenir o ser, insisto de manera simbólica, pero desde adentro. En cierta medida,
esto lo hemos hecho siempre y en esto se basaría la educación en artes (a veces
pienso que, como profesor, soy una especie de doctor Frankenstein, que arma monstruos-artistas con fragmentos
de cadáveres, a la manera de “póngase la cabeza de Duchamp”, “camine como Beuys”,
“sonria como Picasso”, “gesticule como Warhol”, “tiene los ojos de Bill Viola”,
etc). La cuestión es la postura crítica del antropófago artista. Como los
antropófagos de antaño, el nuevo antropófago no deja de ser individuo, sujeto
de una comunidad. Al contrario, al engullir al otro, debería reafirmar su ser.
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