domingo, 2 de febrero de 2014

PROBLEMA FUNDAMENTAL

Por: Carlos Fernando Quintero Valencia

La idea de “encogimiento cultural”, planteada por Robert Hughes en la introducción de A toda crítica me sedujo desde el primer momento en que la leí. Incluso diría que todo el texto introductorio de su libro de artículos me genera hoy particulares reflexiones sobre la situación de las artes, en mi pequeña parroquia y en este pequeño globo. Hughes fue uno de los más importantes e influyentes críticos del final de siglo pasado e inicios de este, en Estados Unidos. Nacido en Australia, el autor no perdió de vista quién era, de dónde venía y para dónde iba, al menos en el texto mencionado. A manera de síntesis, la idea de “encogimiento cultural” tiene que ver con esa toma de posición ética y cosmogónica, creo que muy necesaria para cualquier acto humano.

En palabras de Hughes "el encogimiento cultural consiste en asumir que cualquier cosa que se haga en el campo de la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, el cine, la danza o el teatro carece de un valor conocido en tanto no sea juzgada por personas ajenas a la propia sociedad. La esencia del colonialismo cultural es exigirse a uno mismo un trabajo a la altura de unos valores, que no es posible compartir o debatir donde se vive. A través de la manipulación de dichos valores casi todo puede aparecer como un fracaso, no importa la sensación de delicadeza, conocimiento y deleite que se pueda provocar en el propio entorno."[1]

¿Habrá más qué decir? Si, y mucho. ¿No radicarán en este encogimiento las falencias y desfaces de nuestro sistema de las artes? Pongo un ejemplo, espero que concreto y claro. Para los salones regionales de 1997, las autoridades de las artes del Ministerio (a veces pienso que podría decírsele Min histerio o mingisterio) de cultural se les ocurrió incluir dentro de la convocatoria (que en ese momento todavía era para artistas) la palabra “proyectos”. Pregunté en ese momento a la encargada si, ella creía o sabía si en las regiones más apartadas del país, Putumayo, Amazonas, Guainía, en fin, las que antes se llamaban Territorios Nacionales, los artistas tenían la formación y la capacidad para trabajar por “proyectos”. De manera descarada, y por qué no, ruin, dijo que si.

Carlos Granada. Angustia. Ca. 1970. Óleo sobre tela. 
Colección Banco de la República, Bogotá.


Pregunta similar hice a los encargados de Artes del ente gubernamental hacia el año 2006 o 2007. Mi pregunta fue muy sencilla. ¿A quién se le ocurrió la idea de hacer un salón por convocatoria de curadores en un país que no tiene un solo programa de formación de los mismos? ¿Bajo qué parámetros se toman este tipo de decisiones? Como estábamos en medio de una comida, los funcionarios de manera ágil y sagaz pusieron grandes cantidades de comida en sus bocas y con signos guturales, difíciles de describir con palabras, entre asintieron y refunfuñaron, cruzaron miradas, sonrieron y dejaron así las preguntas. Valga señalar que aún hoy, casi un lustro después del suceso y quince años después del “cambio” del salón nacional, no hay en Colombia un solo programa de formación de curadores, al menos registrado en el SNIES (Sistema Nacional de Información de Educación Superior) del Ministerio de Educación.

De las dos situaciones podría concluir dos cosas. La primera son los niveles de histrionismo y desfachatez que tiene los funcionarios públicos encargados de las artes. La verdad sorprende la capacidad y velocidad de improvisación y el dejo de credibilidad o la fuerza interpretativa. Por lo tanto, no basta la razón, la reflexión, la mirada crítica sobre la realidad nacional, en fin, lo que debería importar. Entonces, ¿cómo se toman las decisiones?

Lo otro parece que tiene que ver con la “imagen del país” hacia el exterior. En síntesis, lo que importa es cómo nos ven desde fuera, que apariencia se debe dar y no realmente decidir sobre quiénes somos (identidad)… mucho menos de dónde venimos (patrimonio) y para dónde vamos (proyección como sociedad y cultura). No. Acá tenemos que ser “contemporáneos” a la fuerza, a “pupitrazo” limpio, por decreto Min Gisterial o Min Histerial. Acá tenemos que ser “curadores” porque eso está “in” en el mainstraem… qué cuentos de formar a la gente, eso como para qué…



Aquí viene entonces nuestro “encogimiento cultural”. No importa el arte que tenemos, los artistas que han hecho una labor o un trabajo importante en estas tierras. Lo que importa es el “el modelo” de arte que se quiere imponer desde la oficinas del gobierno central, a espaldas de lo que pasa en el país. Así, recojamos, arrumacemos y quememos la pintura, la escultura, el dibujo, la gráfica y todo aquello que fue considerado arte y a todos los que se consideraron artistas, en el siglo anterior. El grave problema, el problema fundamental es el nivel de exclusión y abandono a la que se condenan, con las malas políticas gubernamentales, a los autores y a las prácticas artísticas tradicionales. Lo curioso es que si se hiciera una indagación, una observación, una encuesta o si se observa bien, las respuestas del público en general, o sea millones y millones de personas potenciales que pueden o quieren participar de los programas de arte y no solo los pocos cientos o miles de personas que van a las exposiciones y eventos actuales, la mayoría prefiere obras de arte “tradicional”, como pinturas, esculturas, dibujos y gráficas. Claro, también falta formación de públicos, si queremos de verdad hablar de arte “contemporáneo” en este país.

Tupy or not tupy: Is that the question?

Considero que ya no es el momento de caer en esa pugna dicotómica entre tradicionalistas e innovadores. Los bandos parecen caer casi siempre en lo mismo: la exclusión o la anulación del otro. No se trata de cerrar o blindar el “arte nacional” ante las influencias extranjeras o abrir sin ninguna consideración ética ni histórica las puertas de las artes a todo lo que suene a innovación y “progreso”. En los dos lados, casi en el mismo porcentaje, hay cosas excelentes, muy buenas, buenas y no tan buenas. Es difícil pensar hoy en un “arte nacional” pensado como un producto de una “pureza” racial y cultural, al estilo de “arte colombiano” o “arte latinoamericano”. También parece peligroso pensar en un “arte contemporáneo” global, sin que se considere o se tenga la posición geográfica, ideológica, cultural, racial, religiosa, sexual, de quién produce y de quién aprecia.



Lo otro, nuestra rutinaria salida fácil, independientemente de la ideología o de la facción que conformemos, siempre le echamos la culpa a “la cosa” en cuestión (la obra de arte), bien sea por “tradicional” (los innovadores) o por “innovadora” (los tradicionalistas). Por lo general, la discusión, si es que la hay, se resuelve en que “la cosa” no responde al “modelo de arte” del que emite el juicio. O sea, sin observar críticamente las obras, se las descarta o se las asume como master piece por ser “arte tradicional” o “arte innovador” (“contemporáneo” es el calificativo tradicional).

Finalmente, sería importante revisar el Manifiesto Antropófago[2] del modernismo brasilero, que poco más o menos (de pronto más menos que más) se enfrentaba a una situación similar (han pasado casi cien años y aún no superamos esta prueba, este nivel). La antropofagia, a manera de metáfora vital y no de práctica alimenticia, como estrategia de relación con el otro local y global, implica asumir al otro comiéndoselo, es decir, incorporándolo a nuestro propio devenir o ser, insisto de manera simbólica, pero desde adentro. En cierta medida, esto lo hemos hecho siempre y en esto se basaría la educación en artes (a veces pienso que, como profesor, soy una especie de doctor Frankenstein, que arma monstruos-artistas con fragmentos de cadáveres, a la manera de “póngase la cabeza de Duchamp”, “camine como Beuys”, “sonria como Picasso”, “gesticule como Warhol”, “tiene los ojos de Bill Viola”, etc). La cuestión es la postura crítica del antropófago artista. Como los antropófagos de antaño, el nuevo antropófago no deja de ser individuo, sujeto de una comunidad. Al contrario, al engullir al otro, debería reafirmar su ser.




[1] Robert Hughes. A toda crítica. Barcelona: Anagrama, 1992. P. 12.
[2] El Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade (1928) lo pueden ver en http://www.ccgsm.gob.ar/areas/educacion/cepa/manifiesto_antropofago.pdf

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